La ley del espejo dice que todo lo que vemos en el mundo externo, en las personas y en las situaciones que nos rodean, es un reflejo de lo que llevamos dentro de nosotros mismos. Esto también aplica a lo que vivimos en nuestras relaciones. Cuando la tenemos en cuenta, vislumbramos un poco nuestro lado oscuro o nuestra sombra, como pasa con todas las leyes espirituales. Quien más dispara los mecanismos de la ley del espejo es nuestra pareja. En mi caso, el hombre gladiolo.
Entre mis historias favoritas para contar están las de cómo se conocen dos personas y se convierten en una pareja. Que dos personas coincidan en un mismo sitio y tiempo, y que, además, de entre todas las que están alrededor, se gusten y empiecen una relación, parece cosa de magia. Mi inicio de historia con el hombre gladiolo, cuando pasamos de ser amigos del mismo grupo a ser novios, acaba de cumplir años.
Cuando veo fotos de esos inicios, me siento un poco como las Chicas de Oro recordando Sicilia en los años 20. Éramos unos niños y ni se me pasó por la cabeza preguntarme cómo íbamos a conciliar los valores que traíamos de nuestras familias de origen, con distintas formas de ser y de hacer las cosas. Tampoco pensé en cómo íbamos a llegar a acuerdos en torno a nuestras diferencias ni que íbamos a tener que negociar y a veces, ceder.
Así que, desde la más pura inconsciencia y a ciegas, he ido pasando por las distintas etapas del manual de las relaciones: enamoramiento del príncipe azul, proyecto en común, boda, hijos, rutina y, quiero pensar que, ahora, en el reencuentro.
La única relación auténtica y duradera que vamos a vivir a lo largo de toda nuestra vida es la relación que mantenemos con nosotros mismos. El resto de relaciones no son más que un juego de espejos y proyecciones.
Jiddu Krisnhamurti
La trampa del amor romántico
Disney y los cuentos de hadas formaron mis expectativas poco realistas de lo que era una relación amorosa. Ahora sé que las películas de Disney en realidad son de ciencia ficción, pero aún caigo en la trampa deidealizar y mitificar el amor romántico. Me apoyo en el hombre gladiolo para satisfacer mis necesidades emocionales y de autoestima. Deseo que sea mi media naranja, que me rescate y que llene el vacío que siento. Le pido que se ocupe de todo de lo que yo misma no me hago cargo y que seamos felices para siempre.
Una exigencia injusta con cualquiera.
Cuando hacemos esto, depositamos nuestro poder en el otro. Inventamos amantes perfectos y nos enamoramos de personajes de telenovelas.
Amar lo perfecto es fácil.
Nadie está preparado para las decepciones, pero, en algún momento, nos damos cuenta de que el otro no es el príncipe que soñamos, siempre dispuesto y agradable, sino que a veces lo es y otras no, que hace cosas que nos gustan y otras que no tanto. Que vivir felices para siempre solo existe en las películas de Disney.
Íbamos al cine tres ocuatro tardes por semana. Y fue allí donde vi a John Wayne por primera vez. Le decía a una chica de la película que le haría una casa en el meandro del río, donde crecen los álamos. En lo más hondo de mi corazón, donde eternamente cae la lluvia artificial esa sigue siendo la frase que espero oír.
Pero resulta que no crecí para ser la heroína de la película. Todos los hombres que he conocido tenían muchas virtudes y me han llevado a vivir a muchos sitios que he llegado a amar, pero nunca han sido John Wayne. Nunca me han llevado a ese meandro del río donde crecen los álamos.
Documental sobre Joan Didion “En el centro”.
La ley del espejo en la pareja
Hay muchas cosas y actitudes que me molestan del hombre gladiolo: que crea que lo sabe todo y que tiene siempre razón, que se crea superior, que no admita ningún error, que no me valore como creo que merezco, que ponga a los niños antes que a mí o que no me acompañe de la manera en que quiero ser acompañada y amada.
Según la ley del espejo, todo lo que me molesta de él, no es suyo, sino mío, y lo que vemos afuera en realidad es una pantalla de lo que tenemos dentro. Cuando culpo al hombre gladiolo por no mirarme y no valorarme como deseo, no estoy entendiendo que hay algo dentro de mí que no me permite mirarme y valorarme a mí misma.
Vivimos proyectando nuestra sombra en los demás. A través de estas proyecciones inconscientes, atribuimos a los otros características nuestras, aquellas que nos resultan difíciles de aceptar o reconocer en nosotras mismas. Como cuando proyecto ese sentimiento de que se cree mejor a mí, en lugar de reconocer que soy yo la que me creo un ser más evolucionado que él.
No vemos a los demás tal y como son, sino que vemos nuestra proyección en ellos, y cuanto más inconsciente es nuestro comportamiento, más proyectamos en los otros.
El inconsciente no entiende de bueno o malo y la ley del espejo también funciona con las cualidades que admiramos en los demás. Por eso, gracias al hombre gladiolo, sé que su fortaleza, su capacidad de concreción y su espíritu combativo ante lo que considera que no es justo, también son características mías, aunque permanezcan escondidas en algún rincón de mi interior y me cueste ver en mí.
Desde donde elegimos a nuestra pareja
No hay una sola forma de amar. A veces, no es que el otro no me quiera, sino que no me quiere según mi propia definición de amor. La mía pasa porque me miren y me valoren; si no, creo que desaparezco ante el otro.
Aunque no nos demos cuenta, cuando nos emparejamos lo hacemos desde un lugar de necesidad. Nuestro inconsciente se activa y el elegido nos obliga a revivir las circunstancias que causaron nuestras heridas en la infancia. Y esto se repite una y otra vez hasta que nos hacemos conscientes de los patrones que nos empujan a actuar así, y, tal vez, resolver y sanar esas heridas.
Cuando nos hacemos responsables de lo que nos ocurre sin culpar a nadie podemos vernos como adultos y reconocer al otro, con su historia, dificultades, diferencias e imperfecciones. Vamos más allá del pensamiento simple e infantil que no nos permite aceptar la totalidad de nuestra pareja, con lo que nos gusta y con lo que no.
Los años pasan, y, a veces, los niños son nuestro único punto de contacto. La rutina nos convierte en una buena pareja de gestores. Somos buenos en la práctica de cuadrar horarios de las extraescolares y resolver las cosas del día a día. Aunque intentemos convencernos de que es lo normal en el caso de padres comprometidos haciendo malabares, no se trata solo de que no salgamos a cenar solos ni de la monotonía de la que no se libra ni Shakira, sino que hay días que nos hablamos lo mínimo necesario.
Sin embargo, él sigue ahí, sosteniéndonos como familia, pero no le puedo ver y, en su papel de actor secundario, se vuelve invisible. Dejo de mirarle y de reconocerle. Dejo de amarle con mi propia definición.
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Clint Eastwood
El hombre perfecto
Hace unos meses vi en Amazon Prime una película alemana llamada “El hombre perfecto”. Una mujer independiente y dedicada a su profesión como antropóloga participa en un estudio que consiste en vivir con un robot humanoide durante tres semanas, programado para encajar con su personalidad y sus necesidades. A partir de esta convivencia con un robot ideal, la película plantea temas como la soledad, el desamor y la cara B de vivir con alguien perfecto. Además, surgen algunos dilemas morales, no sé si posibles en un futuro cada vez más cercano, sobre máquinas con aspecto humano que sienten, padecen y aprenden en una sociedad cada vez más automatizada y solitaria.
Vivir con una pareja ideales justo lo contrario de la ley del espejo. No cabe ninguna posibilidad de vernos reflejados en el comportamiento de alguien que ha sido creado para hacernos feliz. Sin embargo, en medio de tanta consciencia, que alguien cumpla todas nuestras expectativas a la carta resulta tentador. Porque todos buscamos sentirnos queridos, aunque sea por un robot.
No cabe duda de que un robot humanoide adaptado a las preferencias de un sujeto no solo puede hacer las veces de pareja, sino que parece la mejor pareja posible. Cumple nuestros deseos, satisface nuestras necesidades y elimina por completo la sensación de soledad. Nos hace felices, y ¿qué puede tener de malo ser feliz?.
Pero, realmente, ¿está preparado el ser humano para que se satisfagan sus necesidades por encargo? ¿No son precisamente los deseos sin cumplir, las fantasías y la búsqueda eterna de la felicidad el origen de los que nos hace humanos?.
Si adoptamos a los humanoides como parejas crearemos una sociedad de dependientes satisfechos y hartos de que se satisfagan continuamente sus necesidades y que se les alague continuamente a petición. ¿Qué nos impulsaría entonces a tratar con individuos convencionales? ¿a cuestionarnos a nosotros mismos? ¿a superar conflictos? ¿a cambiar?.
La ley del espejo refleja nuestro nivel de evolución
En algún sitio leí que todas las mujeres se casan pensando que su marido cambiará y todos los hombres se casan pensando que sus mujeres no, y que todos se equivocan de pleno.
Cuando empezamos una relación de pareja, creemos que ese amor del principio va a durar para siempre. Pero un día, nos damos cuenta de que, en realidad, no sabemos cómo termina la historia. Y sentimos vértigo.
En la vida real, las parejas no somos perfectas y las relaciones no están llenas de arcoíris. Cada uno hacemos las cosas a nuestra manera porque somos personas diferentes y todos pedimos ser respetados.
Nuestras relaciones de pareja reflejan nuestro nivel de evolución y no siempre evolucionamos al mismo ritmo ni hacia el mismo lado que nuestra pareja. No somos los mismos de cuando empezamos la relación ni es posible mantener el mismo vínculo con los mismos roles.
En todos estos años, tengo la sensación de haber juzgado y criticado mucho, y de exigir cosas al otro que yo misma aún no soy capaz de hacer.
Es duro verte reflejada en un espejo, una y otra vez, y pretender cambiar el reflejo y no la imagen, sin lograrlo.
Por eso, la Ley del espejo nos ayuda a reconciliarnos no solo con los demás y con nuestra pareja, sino también con nosotras mismas.
Como siempre, me encuentras al otro lado de la pantalla.❤
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¿Caminamos juntas?
Un abrazo,
Dentro de mi vida Donde se ha creado todo Donde están todos mis miedos donde entro si estoy solo Donde guardo mis caricias, como si fueran tesoros Donde tengo mis sonrisas escondidas como el oro Lejos de tu vida y dentro de la mía